Los diez secretos para valer menos verga en la vida

El azar es el ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía

MIGUEL DE UNAMUNO

Me encontraba sentada al comedor de metal en la terraza de la casa de Teresa en la Sierra de Madrid. Era verano. Las dos nos habíamos levantado muy temprano, preparamos el café y cada una se dedicó a lo suyo. Ambas todavía en bata de dormir.

Yo sostenía entre mis manos Marinero en Tierra de Rafael Alberti, repasaba lo aprendido en la clase de poesía. Pasaba las páginas leyendo en voz alta:

“…Y ya estarán los esteros

rezumando azul de mar.

¡Dejadme ser, salineros,

granito del salinar!”

“Octosílabos, estos versos son octosílabos”, repetía luego de cada estrofa y contaba tapeando los dedos sobre la mesa.

Teresa salió a donde estaba yo, dando pasos cortitos y arrastrados para que no se derramara el agua del recipiente que sostenía entre sus arrugadas manos. Comenzó a regar las plantas de junto al barandal de herrería que separaba la terraza del jardín. Desde ahí también echaba un vistazo a las ramas de la enorme higuera que daban la mitad de la sombra en el jardín entero. Al mismo tiempo que dejaba caer los chorritos de agua, cantaba: “Una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid, tara ra ra ra ra ra ra”. Ochenta y cinco años tenía para entonces Teresa y todavía recordaba las canciones populares de su época.

Cerré el libro y presté atención a sus pausados movimientos y sus cánticos. Sentí que esa imagen era mucho más bella que los versos que repasaba, con todo el respeto que el señor Alberti merece. En ese momento me pareció más valioso ser testigo con todos mis sentidos de una escena que no sabría cuándo volvería a repetirse: el aroma del bosque que bajaba en oleadas desde lo más alto de la sierra y se mezclaba con el olor de mi taza humeante de café, el calor del sol que apenas se levantaba, el sonido de las campanas que colgaban de los cuellos de las vacas del terreno conjunto…Teresa sintiéndose orgullosa de que ese año la higuera estuviera repleta de frutos y los anturios hubieran florecido.

Me sentí tan bien que podría decir que fui feliz. Me puse a pensar en que los meses que había convivido con ella, desde que la universidad me asignó su residencia, nunca la había escuchado maldecir, criticar a alguien. Siempre salía de su boca palabras de amor y de bondad hacia otras personas, hacia las plantas, hacia los animales. Admito que también la comida que preparaba estaba impregnada de amor, bondad y algún sofrito. ¿No es esa la belleza de la vida?

Y aunque ya antes había escuchado esa frase trillada de que la vida sucede ahora mismo y que como un todo se construye a trocitos, creo que fue a partir de ese día que he podido ser más consciente de ello, ser consiente de verdad. He podido entender que son esos momentos en los que logramos experimentar la vida en su plenitud; esos que pronto se convierten en pasado y se vuelven parte de nuestra historia; esos que van marcando nodos en nuestra línea del tiempo y a los cuales la memoria vuelve de cuando en cuando para recordar lo que hemos sido y lo que hemos hecho. Para más o menos construirnos como seres humanos.

A propósito de esta reflexión, rescato algunas líneas de la nivola del escritor Miguel de Unamuno al cual he leído recientemente:

“Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque, esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa.”

“Una inmensa niebla de pequeños incidentes”. Y por eso, ahora, cada vez que estoy procuro estar. Eso es, cuando estoy, procuro estar. Estar con los ojos, estar con los oídos, estar con el olfato… con el cuerpo entero. Observo mi entorno en cada cosa que hago.

Lleno mi piel de la humedad de la mañana cuando salgo a correr, me dejo alcanzar y rebasar por los primeros rayos del sol. Y soy feliz. Un ratito nomás, pero soy feliz.

Ahora bien, en cuanto al título de este texto, que se antoja vulgar, lo sé, es más bien una crítica por el empachamiento que siento ante los encabezados motivacionales que abundan allá afuera: “Los secretos para una vida exitosa”, “Diez pasos para alcanzar la felicidad”, “Cinco hábitos para conseguir el éxito”, bla, bla, bla…

Pienso que bien nos caería a esta generación darle un giro a nuestra “búsqueda de felicidad”. Como sea que cada uno la interprete, apuesto que tiene que ver con un estado de paz, tranquilidad, plenitud o algo así… como sea, al final es lo que creemos mejor para nosotros. Pero siento pues que nos falla el enfoque. ¿Por qué no empezar desde lo más trágico e ir avanzando a través de pensamientos, hábitos y acciones, hacia una vida menos horrible? Una vida más soportable y sostenible a largo plazo.

Me explico mejor. Hay pensamientos que nos llevan a acciones y momentos que hacen que la vida sea rescatable, no digo ni siquiera hermosa, solo rescatable, y que gracias a ellos se nos desdibujen los ánimos por el suicidio.

“¿Usted ha pensado alguna vez en el suicidio? Yo sí. Pero nunca podré. Y eso también es una carencia. Porque yo tengo todo el cuadro mental y moral del suicida, menos la fuerza que se precisa para meterse un tiro en la sien. Tal vez el secreto resida en que mi cerebro tiene algunas necesidades propias del corazón, y mi corazón algunas exquisiteces propias del cerebro.”

Esto último no lo digo yo, sino Mario Benedetti en La Tregua, pero el caso es que de pronto lo he pensado así.

En los últimos dos años se me ha venido a la mente una reflexión random y esto es que “se nos va la vida tratando de entender la vida para de todas maneras no llegar a ninguna respuesta que nos convenza. Nada nos convence y mientras tanto se nos va la vida”. No sabemos por qué nacimos, pero tampoco nos queremos morir. Aunque ya sabemos de antemano que nos vamos a morir. Dice Unamuno que “el segundo nacimiento, el verdadero, es nacer por el dolor de la conciencia de la muerte incesante de que estamos siempre muriendo”. Y no es que esto sea un descubrimiento para la humanidad, pero si un descubrimiento en mi persona.

Parece, pues, que esa fuera la finalidad de nuestra existencia. Llegar a la conclusión a la que han llegado los grandes personajes de la historia: científicos, filósofos, escritores, pintores, músicos, todos buscando expresar lo que la vida representa, sus hallazgos. Y la conclusión ha sido la misma. La existencia humana no tiene ningún fin en particular. Punto. Pero tal parece que necesitamos comprobarlo cada uno desde nuestra propia experiencia.

“La vida es gratuita y eso es todo.

Gratuita en todos los sentidos.

No cuesta nada porque no sirve para nada.

No hay que pagarla con sangre, justificarla con miedo o recaudarla en actos. Hay que prestarse a ella y dejar que se haga con nosotros.” (Francisco Umbral, Mortal y Rosa)

Y realmente no tengo un decálogo de secretos para valer menos verga en la vida. Pero es cierto que a partir de ciertos hábitos, actitudes y perspectivas que he adoptado es que me pesa menos existir.

Comencé por dejar de luchar contra mí misma y el hecho de comprender mi razón de ser, ahora simplemente soy testigo de mi propia vida. “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad”. (E.M. Cioran, Conversaciones)

Pero que esto no se mal entienda. No he dejado de hacerme preguntas, no he dejado de querer aprender, de experimentar, de evolucionar… simplemente que ya me quité el peso de encima de querer saber por qué vine yo a este mundo. No lo sé, nadie lo ha sabido nunca. Y está bien ya no querer investigar. Se siente uno más ligero. Incluso más libre. Libre porque ya no tengo el peso de tener una misión en la vida, ya hago las cosas porque quiero, no por destacar en el mundo. ¿Destacar ante quién? ¿Para qué?

Decidí renunciar a esa idea que me llenaba el alma en la juventud (mis veintes). Supongo que es normal, las ganas de hacer algo magnifico y revolucionario son inherentes a la juventud misma. Sin embargo, dejé de percibir ese gran objetivo de mi vida como un punto en el tiempo al cual llegaría y desde el cual podría ver hacia atrás y pensar en que todo el esfuerzo y el sufrimiento habrían valido la pena. Ahora que creo que ese pensamiento mío era tan solo bull shit.

Es decir, no creo que nadie sea particularmente especial. No creo en ese lapso en el tiempo de completa plenitud. No creo ya que exista un futuro excepcionalmente maravilloso que la vida me deba porque ya me he esforzado lo suficiente para merecerlo. Ahora comprendo que lo normal es sufrir. Sufrir es parte de la vida y ya está.

Presiento que la primera interpretación que ustedes podrán dar a mis palabras es que estoy deprimida y que soy una pesimista, pero no es así, me siento más plena que nunca porque justamente he decidido hacer las cosas lo mejor posible en cada instante. Sin esperar ese momento cumbre del que antes he hablado. Hacerlas bien por el placer de hacerlas bien. Hacerlas bien porque ya de por si vivir está de la chingada como para además agregarle el factor irresponsabilidad y negligencia a mis actos.

Porque, imagínense, de por si pandemia, de por si gobierno corrupto, de por si clima que nos inunda las calles y nos quema los bosques, de por si violencia, de por si economía de la chingada, como para yo todavía ir y pelearme con un mesero porque se le olvidó que mis tacos iban sin cebolla. O molestarme con mis roomates porque no lavaron un plato o no sacaron la basura. Es decir, ya el mundo por si solo es caótico, es complejo, es culero, como para nosotros, que se supone que somos seres pensantes, agregarle más caos, más drama, más dolor a nuestra existencia colectiva. Porque, “¿qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?” (Miguel de Unamuno)

No con esto quiero decir que no hay que quejarnos. Que no hay que decir lo que nos molesta o lastima, sino más bien que, teniendo en cuenta que siempre hemos de lidiar con aspectos que no podemos controlar (véanse las primeras líneas del párrafo anterior), debemos ser un poco más inteligentes con las luchas que nos vamos a aventar cuando sí tenemos el control y/o poder de decisión. Nada nos cuesta ser amables.

Fíjense, el otro día pensaba justamente en que mi ideal de vida, contrario a lo que deseaba en la juventud más joven; trascender, dejar huella, marcar un hito en la historia de la humanidad, ahora mi pensamiento se reduce a un simple: “Marisol, si no vas a ayudar, por lo menos no estorbes”.

Por ejemplo, no puedo rescatar a todos los perros de la calle, pero puedo al menos esterilizar a mi mascota. No puedo por ahora tener un asilo de ancianos chingon (como es uno de mis anhelos), pero al menos trato de cuidar a los viejitos de mi familia, de ser amable con cualquier anciano que se cruce en mi camino. Y así sucesivamente. No ayudo gran cosa, pero al menos no estorbo. Y a veces creo que eso ya es de gran ayuda. Y esto nos hace retomar lo que les contaba más arriba. Personalmente, no quiero esperar a que llegue un momento concreto para hacer algo chingon, prefiero hacer lo mejor puedo con lo que tengo TODOS LOS DÍAS.

Y para llegar a este entendimiento tuve que tomar por fin la decisión de hacerme responsable completamente de mi persona, de mis pensamientos, de mi cuerpo, de mi salud, de mis decisiones y sus consecuencias. Dejar de utilizar mis carencias afectivas de la infancia para justificar ciertas indolencias en mi vida actual. Dejar de sentir, pues, que la vida me debe algo.

Nota random que nada que ver con este texto: es curiosa la forma en que nos referimos a “la vida” como si fuera un ente que ve, escucha y piensa. Es como cuando decimos “la gente” se apendeja cuando llueve y por eso choca. Como si cada uno de nosotros no fuéramos gente. Igual la vida, la culpamos como si fuera “alguien”, pero este es tema para otro ensayo. Continuo…

Insisto, no tengo diez secretos para valer menos verga en la vida y aunque los tuviera, no tengo ninguna autoridad moral para darlos como verdaderos. Simplemente hablo desde mi experiencia, desde lo que me ha ayudado a sentirme menos peor. Y quien quite y por ahí alguno se siente identificado.

Finalmente, por más que leo y re leo las siguientes líneas, van más allá de mi entendimiento, pero por alguna extraña razón siento que deben estar aquí para cerrar este ensayo.

“Nunca abandona la esperanza al hombre que piensa en miserias. Su mano escarba con avidez la tierra para encontrar tesoros, y se da por muy contento con hallar un gusano.” (J.M. Goethe, Fausto)

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