De plomo

Y ahora que nos reencontramos, siento que persigues cada letra de mi nombre como cuando de pequeña me perseguías para bañarme. Yo corría con las nalgas pelonas por toda la casa hasta que tu risa me alcanzaba y yo por fin me rendía ante ti, dejaba caer ese cuerpecillo de tres años desnudo de cabellos desprolijos ante tus manos suaves.

Y un día de esos, muy de pronto, ya no estabas. Y solo supe que la carta que dejaste hizo llorar a mi papá. Y yo también lloré mucho por esos días. No recuerdo cuántos, solo recuerdo que me cansaba mucho de llorar, se me aguadaba el cuerpo y me quedaba dormida en las piernas de él, que me acariciaba los cabellos y me secaba las lágrimas.

Pocos años después, me preguntaba si tú también sentías alfileres en la garganta cuando alguien mencionaba la palabra “Hija” así como cuando yo escuchaba la palabra “Mamá”. Era un “Mamá” quedo, apagado, vacío, seco. Pero de plomo cuando yo lo tenía que pronunciar de mi propia boca: MMA-MMÁ.

Pasó el tiempo, supe tus razones, todavía incomprensibles y mucho menos justificables. Para entonces, el impacto de tu existencia (¿o tu inexistencia?) se me pasó al estómago en forma calor. Ese mismo plomo se encendió y me ardía tanto el pecho que escapé de ti para no quemarme por dentro.

Pero hoy, a muchos años de eso, aunque las razones se volvieron comprensibles y justificables, y aunque ya no huyo de ti, ese nombre que dejaste de pronunciar durante tantos años, mi nombre, todavía se siente como una caricia áspera sobre una piel que se eriza y se defiende cada vez que lo mencionas.

Quizás, pienso, hagan falta otros años para que el cuerpo baje la guardia y mis oídos musicalicen de nuevo el sonido de tu voz… Quizás.

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