Siempre que te pregunten si puedes hacer un trabajo,
contesta que sí y ponte enseguida a aprender cómo se hace
FRANKLIN D. ROOSEVELT
Es inevitable googlear “cómo hacer un buen curriculum vitae exitoso” cuando se trata de ir en busca de un empleo o de un ascenso en el actual empleo, siempre procurando ser más contundentes y formales en la información que presentamos. Hacemos un resumen de nuestra vida profesional, resaltando aquellos aspectos que creemos relevantes; diplomas, manejo de un segundo idioma, ascensos, reconocimientos.
Evitamos incluir aquellas “chambitas” que podrían manchar nuestro tan impecable documento de presentación ante los reclutadores (de preferencia que no exceda las dos cuartillas porque pierden el interés y lo botan rápidamente).
No solo eso, creamos diferentes versiones de acuerdo al campo laboral al que aspiramos; no es lo mismo un curriculum para ser asistente de cocinero, que uno para ser community manager de una agencia de publicidad, aun y cuando se tengan las capacidades para realizar ambas labores. Es posible que, para postularnos a ser asistente de cocina, sea conveniente destacar la experiencia en el restaurante de la familia y para ser community manager, el servicio social en el área de comunicaciones de alguna instancia de gobierno; siempre buscando que la información sea pertinente para el puesto en cuestión. En realidad, todo está en las palabras que se utilizan y el énfasis que se les da. Se puede decir que somos chingones para varias cosas, pero no siempre es relevante mencionarlo.
Y está muy bien en términos prácticos. Sin embargo, tengo una objeción al respecto: ¿qué pasa con todos los trabajos temporales que preferimos no mencionar porque “no se ve bien” en nuestro CV?, aquellos empleos en los que, tal vez duraste un mes o dos. ¿Y qué decir de los voluntariados y las experiencias que nos han llevado a ser lo que somos y saber lo que sabemos?
Me pregunto, ¿todo eso no cuenta para formar el carácter de una persona? ¿Acaso no habla también del sentido de responsabilidad, del coraje, la disciplina y resolución de problemas?
Por esa razón, he decidido hacer un recuento de todos los trabajos que he realizado y dar a conocer, de una vez por todas, mi verdadera Hoja de vida.
El empleo más prematuro que recuerdo, fue el de ayudarle a mi padre a cobrar en su negocio de venta de hot-dogs. Yo empaquetaba los pedidos para llevar, surtía la mercancía en la tiendita, y también me tocaba hacer trueque con los demás vendedores de la plaza donde vendíamos: “Don Gus, que dice mi papá que si le regala dos jitomates y una cebolla porque ya no hay en la tienda y que él le paga con perros calientes”. Habré tenido unos siete años. Creo que ahí comencé a desarrollar mis habilidades de Servicio al Cliente y Relaciones Públicas.
Luego, mi abuelo Beto me levantaba a las seis de la mañana todos los veranos para ayudarle a repartir hielo. Tenía clientes en distintas colonias. Mi trabajo era bajarme de la camioneta, tocar en las tienditas y negocios para saber si iban a querer hielo y cuánto: un cuarto, medio cuarto, una barra, diez pesos. Al inicio solo era eso y anotar en su cuaderno las ventas para poder regresar a cobrar el fin de semana. Digamos que era una especie de asistente de hielero. Conforme fui creciendo (diez, once años) se me delegaron más actividades como partir el hielo y hacer el entrego. Usábamos unos ganchos de acero inoxidable para encajar el trozo de hielo y poder transportarlo. Creo que lo más pesado que cargué fue un cuarto (quince kilos). Ya para las medias barras, mi abuelo colocaba la pieza en un diablito. Mi abue no me pagaba con dinero, pero cuando hacíamos las entregas en los tianguis, me dejaba escoger la fruta que yo quisiera y, si teníamos tiempo, pasábamos con su amigo que vendía chácharas usadas para que yo escogiera algún juguete.
Después, vino el changarro de raspados en la cochera de mi casa. Mi papá me compraba las mieles en el parque Morelos, lo cual daba cierta confianza a la clientela acerca de la calidad y el buen sabor de nuestro producto. Con ese negocio aprendí el valor de tener una franquicia. Para ese momento tenía unos doce años.
Y más o menos por la misma edad, también ayudé a mi vecina doña Chole a vender tamales oaxaqueños que ella misma preparaba. Yo cargaba el termo con champurrado y ella se hacia cargo de la olla de tamales. Íbamos andando hasta la estación de Tren Ligero más cercana, unos quince minutos a pie. Llegábamos a la estación de Juárez, donde se hace el cambio de la línea uno a la línea dos, y ahí, gracias a los oficinistas y transeúntes, terminábamos la mercancía en un par de horas. Doña Chole me pagaba veinte pesos al día por ayudarle y me guardaba tamales y champurrado para llevar a mi casa después de la jornada… Qué curiosa es la mente, que registra cosas que no se borran nunca. Justo al escribir “tamal oaxaqueño y champurrado de doña Chole”, rapidito vino a mi mente el recuerdo de esos olores y sabores tan inigualables. Y ahora que veo en retrospectiva, los tamales estaban tan buenos, que ni siquiera debí haber aceptado los veinte pesos de doña Chole.
Mas adelante, por ahí de los dieciséis años, comencé a buscar empleo más en forma. Agarraba el periódico El Informador, me iba a la sección de Avisos de Ocasión y con una pluma seleccionaba los posibles empleos a los que podía aspirar. Anuncios como “¿Quieres ganar veinte mil pesos a la semana por cuatro horas de trabajo?, ¡llámanos!”. Creo que mi mente borró, convenientemente, varias experiencias sobre ese tipo de anuncios, pero recuerdo una muy puntual. Llegamos mi amiga Fernanda y yo, entusiasmadas, haciendo planes a futuro con los veinte mil pesos a la semana que íbamos a ganar. Vestíamos nuestras mejores prendas para la entrevista y llevábamos nuestra solicitud elaborada en una carpeta amarilla. Llegamos a la dirección indicada, en el centro de Guadalajara. La oficina de la empresa constaba de dos cuartos en un local que estaba subiendo unas escaleras, en la parte superior de unas Farmacias Benavides. En ese momento nos comenzó a parecer extraña la apariencia de “tan prestigiada” empresa, pero decidimos confiar.
Al preguntar por la vacante, nos recibió un tipo chaparro con un traje de color café que, era obvio que le habían prestado o su abuelo se lo había heredado. No lo digo solo por lo deslavado que lucía, sino porque la mano que extendió para saludarnos, se le cubría hasta los dedos por el excedente de la manga del traje. Salimos de ahí en cuanto pudimos, fingiendo que íbamos a sacar un par de copias, y nos prometimos no confiar jamás en esos anuncios del periódico ni en ninguna persona con traje que le quede grande y que te reciba diciendo “Bienvenida al mejor día de tu vida”.
2 comentarios
I 👍👍👍👏👏👏🙋♂️
Desde chiquita fuiste como eres, inteligente, espabilada y trabajadora, empeñada en aprender de todo y de todos.
Te quiero preciosa.