Cada quince de agosto, a las doce del día en punto, suenan las campanadas que dan inicio a la celebración de la fiesta patronal. La parroquia de Nuestra Señora del Rosario es adornada por largas tiras de papel crepé color blanco que van desde el campanario, la única torre del templo, hasta la herrería que divide el atrio del resto de la plaza de Atemajac. Una alfombra de hierbas y flores forma un camino proveniente de las calles hasta la entrada de la capilla por donde ha de llegar la procesión con la virgen en brazos; seguido por grupos de danzantes con altos penachos de plumas multicolor y pulseras de cascabeles que rodean sus tobillos y que suenan con la agitación de sus pasos.
Desde muy temprano, decenas de comerciantes se montan alrededor del pequeño quiosco que establece el centro de la plazuela, el cual, en días regulares, ha de fungir como punto de reunión para los enamorados, pero este día de fiesta es el escenario de los mariachis y los norteños que han de tocar para honrar a la Santa Patrona, la virgen de Zapopan.
Los pájaros caídos observan el transcurrir de la festividad desde un punto estratégico: una banca justo frente al atrio donde se reúnen cada domingo y desde donde todavía pueden escuchar la misa sin tener que entrar a la capilla. Dicen que, si es cierto que Dios está en todos lados, no es necesario entrar para que sus súplicas sean escuchadas. En cambio, se quedan en la banca para observar la entrada de los peregrinos y más tarde, conforme avanza la fiesta, la pasarela de minifaldas y tacones que golpean contra los adoquines amarillentos de la plaza.
El primero en llegar al punto de reunión es don Chava, con su guayabera de lino perfectamente planchada y los zapatos relucientes. Es el mejor conservado de la cuadrilla, con una altura que hace honor a su ascendencia italiana y una barba blanca y copiosa. Se sienta en la banca de metal en espera de sus camaradas y observa impaciente el Bulova que adorna su regordeta mano. Ha de vestir bien pues, en ocasiones, vienen los medios locales a entrevistarlo por ser el dueño de una conocida marca de zapatos y el principal benefactor de la fiesta patronal.
Enseguida llega Don Beto con pasos lentos y la ayuda de un bastón color marrón de madera desgastada. Se gira lentamente y se sienta junto a don Chava colocando el sombrero de color azul deslavado sobre sus piernas.
—¿Tú crees, Chava, que yo voy a creer que esos muchachitos, que pasean por la plaza muy abrazados, van a entrar a misa? ¡Qué va! Si yo también fui joven. Aquí fue donde conocí a mi Pacecita querida, que Dios la tenga en su gloria —dice don Beto mientras se santigua—, pero en ese entonces las muchachas se daban a respetar, Chava. No como ahora que andan con las piernas pelonas y las pechugas de fuera —refunfuña el viejo.
—Ya son otros tiempos, Beto. Y no me digas que te molesta ver el desfile de cueros —responde don Chava—. A nuestra edad, Beto, ya nomás eso nos queda. Mirar, mirar y recordar nuestros tiempos mozos.
—Sí pues —contesta don Beto.
Entre el ruido de motor de los juegos mecánicos colocados al fondo de la explanada y los mariachis del quiosco que comienzan a tocar una vez concluida la misa, se escucha una voz.
—¡Don Beto! ¿Cómo está? —lo saluda un hombre que pasea por la plaza acompañado de su esposa y un niño que sostiene un helado—. Él es don Beto, el que te he contado que fue mi patrón en la pollería cuando era chamaco —comenta el hombre a su mujer.
—Bien, bien aquí andamos —responde don Beto con su sonrisa desdentada mientras sacude la mano para luego volverse hacia don Chava—. ¿Vas a creer que no sé quién es? Esta memoria ya me traiciona.
—¿Sabes, Beto? Yo pienso que tú fuiste muypendejo —dice don Chava mientras sigue con la mirada las piernas de un par de jovencitas que pasan frente a ellos—. Voy a creer que, teniendo tantos negocios y siendo el vendedor de hielo número uno del pueblo, no hubieras hecho nada para tu vejez, confiando en que tus hijos te iban a recompensar por todo lo que hiciste por ellos. ¡Y mírate ahora! Esperando a que se acuerden de darte unos pocos centavos.
—Sí pues… Fui pendejo, pero lo viajado nadie me lo quita. ¡Vieras qué comidones me daba cuando viajaba en barco en primera clase! ¡Újule, debías de ver! Además, es mejor no dejar nada. Pa’ qué quiere uno que los hijos peleen cuando uno muera. Yo no sé tú cómo harás para no dejar problemas con tanta cosa que tienes, hombre.
—¡Bah! —don Chava se encoge de hombros y hace una mueca sin replicar el comentario para no contrariar a su viejo amigo testarudo.
Conforme avanza la tarde, la plaza se atiborra y el par de viejos contempla la función desde su banca. Recuerdan con añoranza cómo era la fiesta en sus tiempos, cuando las rodillas no se limitaban a dar un paso a la vez y aún podían registrar en la memoria el nombre y la dirección de las damiselas que conocían en la plaza, a las que enviarían cartas posteriormente.
El olor a fritanga de los distintos puestos de comida se mezcla con el de las hierbas del suelo machacadas por los cientos de pisadas. De entre la multitud, se abre paso el último de los amigos en llegar a la banca, don Tomás, el encargado de dar mantenimiento a los baños públicos de la plaza. Se acerca con su caminar tambaleante y sostiene entre sus manos temblorosas por el mal de Parkinson un morral lleno de monedas que ha ganado durante el día de fiesta.
—¡Mira nomás, ya llegó el último de los pájaros caídos! —dice don Chava.
—¡Quihubo! ¿Cómo ha ido el huateque camaradas? —responde don Tomás.
—Ya no es como en nuestros tiempos, Tomi. Se va perdiendo la tradición familiar y el romanticismo. Ahora los chamacos ni siquiera entran a misa; nomás quieren bailar, beber y beber.
—Sí pues. Ya no es como antes —responde don Tomás al tiempo que se incorpora en el asiento y guarda el morral en el interior de su chaqueta de cuero descarapelada.
Los tres amigos, sentados en la misma banca, observan el acontecer en silencio. La fiesta patronal de la virgen de Zapopan les hace rememorar los mejores años de su vida en aquella plaza, en aquel pueblo.
Una vez que el sol se ha ocultado por completo, las farolas en la plazuela son encendidas y el jolgorio alrededor se acentúa. El olor a alcohol y a tabaco predomina sobre el olor de los changarros de comida. Y cuando los músicos hacen callar su tambora para descansar, la voz del hombre que tira las cartas del juego de lotería interrumpe el silencio de los viejos.
La sandía… la rana… la botella… la escalera… el borracho…
—Hablando de borrachos, ahí viene el enfadoso del Teacher —dice don Tomás mientras señala al hombre que deambula por la plaza con el torso desnudo, los pantalones sostenidos por un lazo, una tejana y botas vaqueras, y que va acompañado de un perro blanco al que llama Lobo. Antes de ser el borracho del pueblo, Joaquín era un honorable profesor de inglés hasta que el abandono de su mujer lo llevó a la depresión.
—Say hi to my Friends, dear Wolf —dice el Teacher mientras los movimientos bruscos de sus manos hacen salpicar la botella de Tonayan que sostiene.
Lobo, quien porta sobre su cuello una pañoleta con la bandera de Estados Unidos, permanece quieto a su lado, sereno y con la lengua de fuera, de la que cuelga un hilo de baba espesa.
—El perro parece más educado y mejor alimentado que su dueño —dice don Chava—. ¡Y todo por una vieja caray!
—Pobre diablo. Tan listo y trabajador que era y míralo —continua don Beto—. Es que a las mujeres hay que educarlas para que no le rompan al corazón a uno. Cuando mi Pacecita vivía, que en paz descanse, nunca respingó cuando la regañaba. No como ahora. Las muchachitas van a los juzgados nomás porque el marido les grita. ¡No aguantan nada!
—No, no, Beto, a las mujeres hay que protegerlas, mimarlas. ¡Ah, si mi vieja viviera! —suspira don Tomás.
El sol… la chalupa… el gallo…
—Me acuerdo cuando mi Paquito era un niño y lo traía a la feria a jugar lotería —dice don Tomás—. ¡Qué rápido pasa el tiempo chingao! Un día son pequeñas personitas que se divierten en la feria y de un día pa’ otro crecen, hacen su vida y vuelan del nido. Y uno… y uno vuelve a quedarse solo.
—Sí pues. Solos nacimos y solos hemos de morir, camaradas —comenta don Beto.
—Me pregunto qué será de mi Paquito, tengo tanto sin saber de él desde que se fue pal Norte.
—Es lo que les digo, muchachos —don Chava interrumpe—. No importa cuánto se esfuerce uno por los hijos, no se sabe cómo lo van a tratar. Ahí tienen a doña Amalita, mírenla, casi noventa años y todavía vendiendo globos para subsistir. Tanto que se desgastó por darles una vida digna a sus hijos. ¡Y de los tres cabrones no se hace uno!
—Es cierto. Tan menudita ella —dice don Tomás—. Con ese cuerpecillo de lagartija que tiene, me da miedo que un día de estos se le pase de gas un globo y se la lleve el aire con todo y changarro.
—Sí pues. Uno da lo mejor de uno y los hijos son ingratos… bien ingratos —dice don Beto meneando la cabeza de un lado a otro.
El diablo… la luna… la muerte… ¡LOTERÍA!
El final oficial de la verbena es marcado con el espectáculo de pirotecnia a las doce de la noche. Decenas de fuegos artificiales son lanzados al cielo. El sonido de las campanas, que son golpeadas en desorden, se funde con el de los aplausos, risas y silbidos de los espectadores.
Las pupilas de los tres viejos, que miran al cielo con ilusión de niños, se iluminan con la explosión de los crisantemos. Observan el fuego desvanecerse en la negrura de la noche.
Al concluir la función, el templo y el atrio cierran sus puertas y la plazuela va quedando escueta poco a poco. Los comerciantes desmontan sus negocios, los motores de los juegos mecánicos se hacen callar. Solo queda el olor a pólvora, el reflejo de las farolas sobre el vidrio de las botellas vacías en el suelo y el bullicio de algunos cuantos que se aferran a la noche.
Los pájaros caídos ven morir la fiesta y desde esa misma banca recuerdan con cariño al primer pájaro en adelantárseles en el camino.
—Menos mal que el Eulalio era panteonero y logró hacerse de un terrenito —dice don Chava—. Porque con el olvido de sus hijos y sin ahorros, no hubiera tenido ni en qué caerse muerto.
—Sí pues. Como hemos dicho, camaradas, los hijos sí que son ingratos —dice don Beto—. ¡Bien ingratos!