“¡No es Elmo, es la payasita!”, gritaban los niños mientras bailaban alrededor mío y me jaloneaban la botarga.
Aunque ya sabía que no me gustaban los niños, creí que trabajar como payasita en fiestas infantiles sería una buena idea. Tenía diecisiete años.
Mi amiga Karla y yo acudimos a la entrevista a una empresa de eventos infantiles. Nos pagarían unos quinientos pesos por pasar dos horas con un disfraz de colores, unos zapatos ridículos y con la cara pintada. Solo teníamos que entretener a los críos con juegos y pintándoles la cara de Spiderman, mariposas, ratones o lo que quisieran. No parecía un trabajo duro.
Acudimos, pues, al llamado. Se nos explicó que, por ser nuestro primer día, nos iban a separar a dos fiestas distintas para ir con otras payasitas ya experimentadas que nos capacitarían en cuanto al manejo de niños y las dinámicas. También nos dijeron que, por ser día de prueba, no nos iban a pagar. Aceptamos. Creímos que valdría la pena la inversión.
Ese mismo día, nos prestaron el uniforme, nos maquillaron y nos repartieron en una furgoneta de colores a las distintas fiestas donde se habían solicitado los servicios de payasitas. Me despedí de Karla, nos deseamos suerte.
Conforme avanzaba la fiesta, la payasita premium me explicaba los juegos que había que hacer y el orden que se debía seguir en las fiestas. Ya saben, los juegos, la piñata, el pastel… el objetivo era entretener a los niños. Pintó algunas caritas, yo simplemente le asistía con los materiales que se iban requiriendo. Después de todo, no era tan malo lidiar con los chiquillos. Eso pensé hasta que la payasita premium comenzó a preguntar a los niños “¿Ya quieren que venga nuestro invitado especial?” Yo no sabía a qué se referiría con lo del invitado especial, pero lo supe cuando los niños empezaron a aclamar con fuerza “¡Elmo! ¡Elmo! ¡Elmo!”
La payasita premium se me acercó con un bulto negro y me dijo que fuera al baño a ponerme la botarga de Elmo, que ella entretendría a los niños. Esa parte no nos la habían explicado al momento de la inducción. Pero sin chistar, aunque sí con un nudo en la garganta, me llevé el bulto al baño de la terraza y me dispuse a disfrazarme. Recuerdo que el baño era tan estrecho que cuando me puse la enorme cabeza del muñeco rojo, me traje un trozo de pared descarapelada.
Sacudí el disfraz y salí con cautela del baño. Me dirigí al centro de la terraza, pero como en mi puta vida me había puesto una botarga, no controlaba bien los movimientos de la cabeza y, de cuando en cuando, se me asomaba un poco el cuello y el disfraz de payasita que llevaba puesto.
Los eufóricos niños corrieron hacia mí para saludar a su “personaje favorito”. Me estiraban la manita, pero yo no podía estirar la mano porque si me soltaba la cabeza se me caería y descubrirían la farsa o se me rompería el cuello. Lo segundo era lo que en realidad me preocupaba.
Por si no fuera suficiente la tortura de estar dentro de una bola de pelos en pleno verano, la payasita premium agregó grado de dificultad a la escena: “¿Quieren que baile Elmo?”, preguntó a los niños. No creo que tenga que contarles cual fue la respuesta de las lindas criaturitas.
Sin soltar mis manos de la cabeza, comencé a menear el trasero.
Tal vez ustedes se rían mientras leen esto, pero yo lloraba dentro de la botarga de Elmo. No solo por la asfixia que sentía, sino por la humillación que recibí al ser descubierta por uno de los niños más vagos. “¡No es Elmo, es la payasita!”, gritaba el crio mientras me jalaba de las manos para que se me cayera la cabeza.
Terminó nuestro trabajo en cuanto repartimos el pastel y la gelatina.
Nos quitamos el disfraz y la payasita premium guardó el equipo en una maleta. El regreso a casa no estaba contemplado en los beneficios de la empresa. Tuve que volver en autobús. En los cuarenta minutos de trayecto y con la cara todavía grasienta por la pintura de payasa, me preguntaba como estaría Karla. Si también le habría tocado vestirse de algún personaje. Si su botarga también le habría quedado grande. Si a ella tampoco le habían dado aunque sea para el pasaje de autobús.
Más tarde supe que a Karla le había ido algo peor que a mí. No solo porque también tuvo que disfrazarse de Beto de Plaza Sésamo, sino también porque al volver a casa, le esperaron con un castigo y con una chinga por haber llegado tan tarde.
Por si les queda duda después de leer esto, no volvimos a ser parte del equipo de Payasitas Kimberly.