¿Qué querías ser cuando fueras grande?

(Sí, esta soy cuando era peque)

El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo

ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo

¿Qué quieres ser cuándo seas grande? Una pregunta que nos ilusiona cuando somos pequeños y nos agobia cuando nos damos cuenta de que el tiempo ha transcurrido, de que ya somos “grandes”, y aún no somos eso que queríamos ser cuando fuéramos grandes…Y la realidad es, que tal l vez nunca lo seamos.

Considero que, aunado a la pregunta en cuestión, los adultos deberían entregar a los niños un sobre con la leyenda: “abrir en caso de no cumplir tus sueños de la infancia una vez que eres adulto”. Un sobre que contenga un instructivo de cómo actuar ante las metas no alcanzadas. Una hoja de ruta que nos advierta sobre los posibles cambios y las formas de adaptarnos a ellos. Porque nuestros padres y maestros nos plantean (con la mejor de las intenciones) esa idea de querer ser alguien en la vida, pero nadie nos advierte que tal vez no lleguemos a esa meta, o cualquier otra. Y que lo trascendental tendrá que ver con la manera de adaptarnos a las nuevas circunstancias y sobrellevar eso a lo que llamamos fracaso.

En principio, la razón que motivó mi reflexión en torno a este tema, fue el darme cuenta de que personas cercanas a mí, jóvenes (rondando los treinta más específicamente), estaban pasando por una crisis existencial. Frustrados por no haber logrado nada “relevante” en su vida. Personas que considero talentosas, carismáticas, inteligentes… Con toda la materia prima para lograr cualquier cosa que se propusieran.

Después, confieso, me reconocí inmersa en el mismo dilema que ellos. Lo cual me llevó a cuestionarme: ¿de dónde nace esa preocupación por lograr algo? ¿Esa urgencia por “ser” alguien en la vida? Entiendo que es naturaleza humana, buscar nuestro propio ignis fatui sobre el pantano que nos haga mantener una razón de ser y estar. Esa GRAN búsqueda de la que hablan los filósofos, pensadores, artistas. Y estoy de acuerdo, pero ¿cuál es el límite de tiempo para llegar a la meta sin que se convierta en un fracaso?

Entonces, y con el pretexto del título de este ensayo, realicé una encuesta a doce de mis contactos treintañeros de WhatsApp. Lo que buscaba saber era si existía correlación entre sus sueños de la infancia y el sentimiento de fracaso experimentado. Afortunadamente todos respondieron que, si bien se sentían o se habían sentido fracasados, no era a consecuencia de aquel sueño de la infancia no cumplido. Y digo afortunadamente porque la infraestructura (por lo menos en mi país) no daría para que todos los niños que quisieran ser astronautas pudieran lograrlo.

Estas doce personas reconocieron haber experimentado el fracaso ante un objetivo específico no alcanzado, así se hubiera o no intentado lograr. Es decir, hay quienes intentan y no lo consiguen, y hay quienes ni siquiera lo intentan, pero experimentan de igual manera el fracaso.

Con lo cual me surgió otro cuestionamiento: ¿qué tanto estamos dispuestos a hacer por conseguir “el sueño”? Aquello a lo que queremos dedicar nuestro tiempo y lo que (según nosotros) nos hace felices. Y digo “según nosotros” porque creo que a veces los sueños (entendidos como objetivos de vida) son tan solo ilusiones. Una mentira que nos inventamos (o nos inventan) y creemos.

Recuerdo que cuando era niña decía que no me gustaba la cebolla. Ni siquiera recordaba haberla probado y no sé cómo llegué a esa conclusión. Y mucho tiempo la evadí a la hora de comer hasta que un buen día mi abuelo puso cebolloa en mi caldo de pollo.

—Abue, no me gusta la cebolla

—Esta no es cebolla, hija, es cebolloa

Sin más, comí cebolloa y me gustó. Luego, con los años, supe que cebolla y cebolloa eran una misma cosa. A esas mentiras que en algún momento nos planteamos, pero pocas veces (o nunca) nos replanteamos, me refiero.

Hace un tiempo encontré en mis diarios de cuando era pequeña, que cuando fuera grande quería ser veterinaria, reportera, o algo que tuviera que ver con la naturaleza. En ese momento no entendía el concepto de ambientalista, pero mencionaba que quería cuidar la naturaleza. Luego crecí. Seguí escribiendo en diarios y cuadernos. Era la manera de ordenar mis ideas, de expresar mis anhelos; de quejarme de algo, de reírme de alguien, de drenar mis emociones. Quería decir muchas cosas, contar historias, pero en ocasiones no encontraba las palabras para decir eso que quería decir. Sin pensar todavía en la escritura como un oficio, hasta los 26 años fui consciente de que tenía ya 15 años de mi vida escribiendo. Entendí pues, que yo lo que de verdad quería ser de grande era ser escritora, y no reportera ni veterinaria. Aunque sigo respetando a la naturaleza, amando a los animales y me gusta el cine documental, sin ser del todo consciente, mis esfuerzos se fueron inclinando hacia la escritura. Y fue entonces que desemboqué en un Máster de Escritura Creativa. Lo cual no significa (todavía) que esté segura de querer ser escritora, pero de eso hablare más adelante.

Para ser justa con mis amigos, fui mi propia rata de laboratorio y también me hice una de las preguntas de la encuesta: ¿me sentí fracasada por no haber sido reportera, por ejemplo? La respuesta es sí. Aunque, más concretamente, me frustró no haber sido fotógrafa de National Geographic. Era el proyecto perfecto que combinaba naturaleza, animales, fotografía y reportajes. Eso sí que me frustró, pero reconozco que, aunque estudié fotografía y obtuve un par de reconocimientos, nunca hice los esfuerzos (que yo considero necesarios) para especializarme y tener una oportunidad “real” de pertenecer a la revista NatGeo. Por lo tanto, me he de incluir voluntariamente en la categoría de “frustrada sin haberlo intentado”. Y me parece justa la categorización, más lo que pretendo comunicar con esta experiencia personal es que en ocasiones nos es complicado abandonar metas que teníamos, según nosotros, muy claras. Nos aferramos tanto a una idea que no somos capaces de aceptar que hemos evolucionado y probablemente ya no estemos seguros de que querer ser o lograr “eso” que decíamos. Pueden surgir nuevos objetivos completamente distintos y se vuelve necesario recalcular la ruta. Sin embargo, aquí entra un factor que no podemos negar ni rechazar: el tiempo.

Sucede que el tiempo

simplemente sucede.

Sucede a su ritmo.

Es caprichoso.

Él mismo, altanero,

se toma su tiempo,

pero al final sucede.

Y efectivamente corremos el riesgo de que el carruaje se convierta en calabaza y no lleguemos a ningún lugar concreto. Es el maldito tiempo que impide hacer tantos cambios como quisiéramos en el itinerario de nuestra vida. Por eso la famosa crisis de los treinta. Y siendo yo actual transeúnte de esa avenida de “los treinta”, me voy a ayudar un poco eliminando la palabra de connotación negativa “crisis”. Le llamaré “replanteo existencial” tal como lo llaman en la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Y respecto al tiempo y ese replanteo, nos dice Albert Camus:

[…] el tiempo nos lleva…Pero siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor enemigo.

A leer estas líneas en el ensayo “El mito de Sísifo” me sentí, por un lado, comprendida y, por otro lado, parte de las estadísticas de un tema bastante sobado ya por los filósofos y psicoanalistas. Con lo cual aún no decido si eso me hace sentir mejor o peor ante este “replanteo existencial”.  No obstante, me hace preguntarme: ¿es entonces el hecho de no lograr determinada meta lo que nos hace sentir fracasados o es el no lograrla en un período determinado?

Para más o menos responder a este cuestionamiento, es imprescindible hablar de la sociedad de consumo en la que vivimos; un lugar común en nuestra generación. Sabemos de antemano que a través de los medios de comunicación se nos dice: cuánto, en qué, cómo, cuándo, dónde gastar nuestro dinero. Y sobre todo eso, gastar, gastar, gastar. Producir y gastar.

Los auténticos valores de la vida se ven sustituidos por un flujo incesante de información y publicidad comercial con la que nos inundan a casa paso. A veces da miedo, porque gran parte de lo que nos rodea no es real en absoluto… El sistema capitalista nos apremia a llenar ese sentimiento interior de vacío y soledad adquiriendo cosas nuevas todo el tiempo, incitándonos a hacernos de un nuevo modelo de coche, a vivir en una casa más grande, a seguir la moda y renovar constantemente nuestro armario… Al final terminamos perdiendo nuestra libertad. ¿Nos hace eso más felices?[1]

Es justo en el consumismo donde encuentro que yacen la mayoría de nuestras preocupaciones en esta etapa de la vida. A pesar de que decimos que “los tiempos han cambiado” y no somos como nuestros padres o abuelos que se regían por ciertas estructuras sociales. Nos jactamos de ser una generación más avispada y consciente. Nos creemos los Diógenes posmodernos, pero behind the scences nos sigue causando ansiedad[2] no “ser” esa persona que se espera que seamos a determinada edad: el puesto de trabajo, el matrimonio, la casa, los hijos, el perro; los viajes, el coche, la ropa…Pienso que, siendo seres tan complejos, sería absurdo creer que ya lo tendríamos todo resuelto con cierta profesión, cierta persona o ciertas posesiones materiales. Por más caro que nos costara un Ferrari, por ejemplo, sería barato resolver nuestra existencia. ¿Será cierto pues que los tiempos han cambiado?

Ahora bien, dejando de lado la parte más superficial, regreso al asunto de fondo: tener un objetivo en la vida y luchar por conseguirlo. Suponiendo que estamos seguros de lo que queremos lograr. Hemos descubierto nuestros talentos, aquello que se nos da y nos llena el alma. Y vuelvo a exhibir mi caso particular con el fin de amortiguar, por todos los ángulos, el posible sentimiento de fracaso ante mi experiencia en esta crisis replanteo previamente expuesto.

Partiendo pues del supuesto de que quiero ser escritora, conclusión a la cual creo haber llegado pese a lo que decían mis diarios sobre lo que quería ser de grande. Pero, ¿por qué quiero ser escritora? ¿Qué es lo que hace a un escritor ser escritor? En su ensayo “Por qué se escribe”, María Zambrano, menciona que el escritor “quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando… para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido; para librar a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital”.

Por mi parte, no sé todavía si algún día tenga un gran secreto que compartir al mundo. Y, de tenerlo, desconozco si lograré contarlo de manera que “uno o muchos vivan de otro modo después de haberlo sabido”. Pero tengo la firme convicción de que el sentido que encuentre a “ser escritora” debe ir más allá del oficio de escribir. Creo también que estar lo más cerca posible del verdadero sentido del por qué hacemos lo que hacemos, minimiza en un “mucho por cierto” el sentimiento de miedo e incertidumbre respecto a nuestra posición en el espacio-tiempo. En cierto modo, al estar disfrutando en un presente de aquello que creemos nos acerca a un objetivo concreto, nos da cierta tranquilidad. ¿Podríamos entonces considerar el work in progress como un grado de éxito? No lo sé, pero les aseguro que, si descubro ese “secreto” lo compartiré a la brevedad.

Por otro lado, he explorado también la probabilidad de satisfacción personal que puede resultar del hecho de no tener una meta concreta socialmente aceptada. En otras palabras, que nuestra meta en la vida sea no tener una meta. No quiero sonar mediocre y con esto sugerir que no debamos tener ambiciones, pero creo con firmeza que el sentido que demos a nuestra vida no tiene que estar precisamente relacionado con una profesión, una relación o unas posesiones. Esa “búsqueda de sentido” es algo MUY personal y completamente individual. Un derecho que tenemos como seres humanos.

Creo, pues, que esa búsqueda puede terminar tan pronto como queramos o puede extenderse hasta nuestra muerte. En otras palabras, así como hay personas sin un objetivo concreto que se sienten satisfechos, felices y exitosos con su vida; hay aquellos con ambiciones y metas colosales, que pueden incluso haberlas logrado, y seguir inconformes. ¿Quién se podría considerar más exitoso en dicho caso?

En lo que a mi replanteo existencial respecta, ahora que yo ya soy grande y he decidido que quiero ser escritora; desconozco a dónde me llevará esta decisión, pero es algo que le da sentido a mi presente. Lo único que tengo con certeza y seguridad: mi presente. Es cierto que no tengo una obra publicada todavía, ni siquiera llego a un primer borrador de algo completo. Tengo muchas ideas sueltas, cuentos empezados, estructuras esbozadas, fragmentos de relatos, retazos de historias…Pero, por alguna razón (tal vez muy optimista) creo que todo eso está germinando y algo vivo brotará en algún momento. Como esa práctica que nos dejaban en el colegio: colocar un frijol dentro de un frasquito con algodón húmedo y esperar a que naciera la plantita. Tal vez me equivoco, tal vez nunca germine el frijol, tal vez se pudra la semilla y nunca salga algo vivo de ese frasco de palabras. Pero puedo asegurar que el simple hecho de poner el frijolito en el algodón y cuidar la semilla, me ha dado una nueva concepción de mí misma y me ha ayudado a comprender mejor el mundo.


[1] Banksy Genious or Vandal?, exposición presentada entre diciembre del 2018 y mayo del 2019 en la Institución Ferial de Madrid, España.

[2] Cuando digo ansiedad me refiero enteramente al trastorno de ansiedad que nos obliga a visitar al psiquiatra y recurrir a la medicación.

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