Un día despiertas de un sobresalto, abres los ojos, todavía no amanece, sientes la necesidad de ella. La llamas, no acude. Te sientas en la cuna, o al menos es lo que recuerdas, una cuna de madera con los barrotes desgastados. Comienzas a llorar para llamar su atención, ella no viene. En cambio, viene él, te abraza, te calmas, pero sigues necesitando el abrazo de ella. Te cansas de llamarla, te cansas de llorar, te vence el sueño y lanzas un último sollozo en el pecho de él, duermes.
Amanece, con unos balbuceos, que apenas comienzan a tener forma de palabras, preguntas por ella. Sientes la necesidad de su pecho, de su olor, de su voz, de sus manos.
SILENCIO.
Te dan una botella con leche tibia, no te gusta porque no es el pecho de ella. Rompes al aire con tu llanto, avientas la mamila. Con el rostro empapado en lágrimas, llevas tus pequeños pasos a recorrer los rincones de la casa. La buscas debajo de la cama, recuerdas uno de sus juegos, no la encuentras.
Te rindes.
Te dejas caer al suelo.
Sacudes las piernitas y chocas los pies contra el suelo, lloras más fuerte.
Él te mira, también llora. No sabes por qué él también llora. Verlo llorar te hace llorar más fuerte.
SILENCIO.
Él te dice luego que ella volverá pronto. Pero tú no entiendes qué es pronto, pero sabes que no es un juego, nadie ríe.
No puedes externar con señas ni con balbuceos las sensaciones de tu cuerpo.
Sientes tu pequeño corazón del tamaño de una pelota de futbol que se deshincha con rapidez y se aplasta. No sabes qué es, pero te duele mucho.
Sientes que no puedes respirar.
SILENCIO.
Comienzas a crecer, sigues sin entender qué es pronto y por qué ella no está. Ya no rechazas las botellas de leche, pero no puedes olvidar el sabor de ella. Y bebes, pero lloras al recordarla. Comienzas a recrear tu vida con ella mientras la vives sin ella.
El balón sigue deshinchado y crece. Aunque ya juegas un poco, todavía lloras. No te deja de doler.
Sigues confundida. Sigues deseando que ya sea pronto y que su silueta aparezca por entre esos barrotes de la cuna que crees recordar.
SILENCIO.
Comienzas a poder llamar a las cosas por su nombre, pero sigues sin poder nombrar a ese hueco que te ha quedado dentro. Si lo piensas, lloras de nuevo. Siempre lloras. Te enojas con papá Dios porque no hizo que pronto fuera realmente pronto.
SILENCIO.
Comprendes por fin que nunca nada fue un juego. Te rindes. Lloras menos, pero te duele igual. Haces amistad con el hueco en tu cuerpo. Te propones a olvidar a ese pronto y a esa cuna que crees recordar.
SILENCIO.