Hace un tiempo, mientras cursaba la maestría en Escritura Creativa en la Universidad Complutense de Madrid, un profesor nos pidió llevar a clase “el libro que hubiera marcado nuestra infancia” o “nuestro libro favorito de cuando éramos niños”. Comencé a hacer memoria. Nada. En mi casa no se leía. No había libros. No hubo un libro favorito en mi niñez.
En esa búsqueda en relación a mi infancia y los libros, hubo un recuerdo que vino a mi mente, aunque no parece ser el mejor ejemplo de acercamiento a la literatura. Mi abuelo tenía unos librillos pequeños titulados El libro vaquero, de tapas tan delgadas que parecían revistas. Los tenía ocultos debajo de la cama, me decía que no eran para niños, que no los agarrara. Pero una vez tomé el riesgo de hojearlos para saber de qué se trataban. En realidad, tenía poca letra y mucho dibujo. En la mayoría de las páginas salían “viejas encueradas”. “¡Deja eso ahí, son historias de mostros!”, me dijo una ocasión al verme sentada en el suelo de su habitación pasando las páginas del libro.
Lo cierto es que, los libros y la literatura llegaron tarde a mi vida, o quizás en el momento correcto. Y, en efecto, no puedo decir que el El libro vaquero fue el libro que marcó mi infancia, al menos no por su contenido. Pero sí creo que esos recuerdos particulares, de momentos junto a mi abuelo, marcaron mi niñez. Todavía recuerdo el olor del papel de esas revistillas y el olor de su habitación, a viejito con medicina.
Siempre hay algo de mi abuelo en mi yo del presente: un refrán, una anécdota, un chiste (normalmente malo), un regaño; una moneda de diez pesos; los chocolates del quinto cajón, las visitas a su amigo Gual, el que tenía muchas chivas. El columpio de su patio; el jardín con las gardenias que perfumaban toda su casa. “Eran las favoritas de tu abuela”, me decía.
Es verdad que no tuve un libro favorito en mi niñez, pero sí una niñez con muchas historias…Tal vez escriba pronto un relato sobre mi infancia que se titule El libro vaquero.